Como cada otoño, en la madrugada del último domingo de octubre retrasamos los relojes:
la hora oficial se acerca a la solar, aunque en España nunca llegan a coincidir y el reloj siempre corre por delante. Como cada otoño, llegan nuevos estudios científicos alertando de que a nuestro reloj interno le cuesta ajustarse a este cambio horario, que practica un cuarto de la población mundial. Y como cada otoño, se repite el debate sobre si conviene aplicar una medida que puede alterar el ritmo de sueño de algunas personas para lograr un ahorro energético, que en España se calcula del 5% en el consumo doméstico de electricidad (unos seis euros por hogar), según los datos del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE). Hoy, a las tres de la madrugada hay que retrasar el reloj una hora.
Atrapados en el tiempo, cada año recordamos que el horario de verano es una consecuencia de la crisis mundial del petróleo de los años setenta. Pero eso no es cierto. El cambio de hora se propuso por primera vez hace 100 años y se instauró durante la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, esta medida de ahorro ha vivido muchos ajustes, se ha abandonado y se ha vuelto a recuperar, en una entretenida y por momentos disparatada historia que narra David Prerau en su libro Saving the Daylight.
Prerau participó en el principal informe sobre los efectos del horario de verano, elaborado en 1975 por el Departamento de Transportes de EEUU, y entonces comenzó a investigar la evolución de una idea tan racional como polémica. Sus orígenes se remontan a finales del siglo XVIII, cuando Benjamin Franklin era embajador de EEUU en Francia y se escandalizó por las horas de luz que derrochaban los parisinos durante el verano al levantarse a la misma hora que en invierno.
En una carta anónima al periódico francés Le Journal, Franklin propuso que el gobierno tomara medidas como establecer un impuesto para las contraventanas, racionar las velas, parar el tráfico al anochecer y levantar a los perezosos haciendo sonar al amanecer las campanas de las iglesias y, si era necesario, disparando cañones en cada calle. Dejando a un lado el tono satírico de la carta, el plan del político, científico e inventor estadounidense encajaba con su famoso aforismo: “Acostarse y levantarse temprano hacen al hombre sabio, rico y sano”.
La idea quedó ahí, madurando, hasta que la recuperó el constructor inglés William Willett durante sus veraniegos paseos a caballo al amanecer, mientras sus vecinos aún dormían. Desistiendo de intentar hacerles levantar más temprano, se le ocurrió adelantar los relojes para que todos pudieran aprovechar mejor la luz solar. Y así, de paso, a él no se le hacía de noche tan pronto durante sus partidos de golf. Willett, cuyas construcciones estaban diseñadas para aprovechar la iluminación natural, se pasó dos años dándole forma a una propuesta que presentó en julio de 1907. Pagó de su bolsillo la edición de un panfleto, El desperdicio de la luz del día, con el que empezó una intensa campaña en todo el Reino Unido.
Ahorro de 150 millones
La primera propuesta del horario de verano calculaba un ahorro anual equivalente a unos 150 millones de euros de hoy en día, prometía menos humos contaminantes y una vida más saludable, con más ocio al aire libre. Contaba con el apoyo del rey Eduardo VII, del escritor Arthur Conan Doyle (creador de Sherlock Holmes) y de un joven y prometedor político llamado Winston Churchill, que defendió el proyecto en parlamento con un elocuente discurso: “Un bostezo extra en primavera y una cabezadita extra en otoño, es todo lo que pedimos. Tomamos prestada una hora de una noche de abril y la devolvemos cinco meses después con un interés de oro”.
Pero la revolucionaria idea se quedó estancada en el Parlamento, ante la fuerte oposición de las principales empresas y líneas de transportes. También los científicos, orgullosos de haber establecido recientemente un sistema de zonas horarias, usaron la revista Nature como plataforma para frenar una iniciativa que introducía molestas irregularidades en su nuevo orden mundial. Después de años de debates y enmiendas, William Willett murió en 1915 sin ver aplicada su idea.
La Primera Guerra Mundial resucitó el horario de verano y, mientras los británicos seguían envueltos en ponencias, réplicas y contrarréplicas, los alemanes pasaron a la acción: el káiser Guillermo II decretó el cambio de hora en abril de 1916 como medida de emergencia para ahorrar combustibles durante la guerra. El Reino Unido reaccionó inmediatamente y también Francia, Italia, Portugal y otros países adelantaron sus relojes durante ese verano y los siguientes. España se sumó al horario de verano por primera vez en 1917 y lo mantuvo hasta la II República, que lo abolió junto con la monarquía.
Aunque varias decenas de países mantuvieron desde entonces el cambio de hora estacional, la medida se relajaba en tiempos de paz y se endurecía en tiempos de guerra. En los años cincuenta y sesenta el horario de verano perdió popularidad. En España se abandonó y en EEUU era un completo caos, debido a que hasta 1966 su aplicación era competencia municipal. Cada ayuntamiento escogía si lo aplicaba y entre qué fechas. La diferencia horaria entre las grandes ciudades oscilaba durante varias semanas al año, causando pérdidas a la industria. Está registrado el caso de una línea de autobús en la que el conductor tenía que cambiar de hora siete veces en menos de 60 kilómetros.