La Luna Dormida (por Rosa Maria Martin-Moreno Navarro)

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Martín era un niño que vivía en un pequeño pueblo al lado de unas pequeñas montañas. Todas las noches le gustaba mirar al cielo, y buscar la luna para poder verla y admirarla. A veces la miraba tanto que le dolían los ojos y acababa durmiéndose en el rellano de la ventana.

Su madre trabajaba en una panadería, y a veces le hacía un pequeño pan blanco muy redondo, al que le dibujaba unos ojos y una boca
sonriente y al entregárselo su madre le decía :
— Toma Martín, te traigo una pequeña luna.
A Martín le hacía mucha ilusión, pues en casa había muy poco dinero para comprar juguetes, pues el papá de Martín había  perdido su
trabajo hacía ya cuatro años. Todas las noches Martín seguía mirando el cielo para ver a su amiga la luna, pero cuando el cielo estaba nublado se asustaba y llamaba a sus padres, para preguntarles por qué no podía encontrarla.
Su padre le explicaba que las nubes la tapaban, pero a veces sobre todo en verano, no había luna y sin embargo el cielo estaba lleno de estrellas, entonces su madre una noche le dijo:
— Martín, no te preocupes por tu amiguita luna, porque está durmiendo, también ella tiene que descansar para poder brillar intensamente.
Martín se quedó sorprendido, ahora por fin comprendía por qué la luna  a veces estaba escondida.
Tras el verano llegó un duro invierno, tan duro que casi todas las noches llovía e incluso nevaba, y Martín se pasó más de un mes sin poder ver a su amiga la luna, tanta era su tristeza que cayó enfermo, muy enfermo y no encontraban ninguna medicina que le hiciese curarse. La tristeza, reinaba en su casa, sus padres no sabían dónde llevarle para curar su extraña enfermedad. Pero una noche todas las nubes desaparecieron, y entonces apareció la luna con un brillo tan intenso, que en cada calle del pueblo parecía que estuviesen alumbrando un montón de farolas. Martín apenas podía mirar a la ventana, pero poco a poco sus débiles ojos comenzaron a mirar hacia ella y descubrió a su amiga luna sonriéndole, entonces Martín le preguntó:
— ¿Dónde has estado tanto tiempo? Te he buscado noche tras noche y no te he encontrado, me he puesto malito y me quisiera despedir de ti, porque el médico dice que a lo mejor me tengo que marchar muy lejos donde ya no podré verte.
La luna se acercó poco a poco hasta la ventana de Martín y le dijo:
— Ay amiguito mío, todas éstas noches he estado durmiendo, para recuperar todo el brillo que me han quitado las estrellas en verano y ahora tengo tanta energía que vengo a regalarte una poca de ella, para que me puedas seguir mirando cada noche, pues si tú no estuvieses en ésta ventana, me sentiría tan triste y sola que ya no volvería a tener el mismo brillo, tú me has regalado tu amistad desde que apenas eras un bebé; y aunque no podía verte sabía que siempre estabas ahí, así que abre la ventana y cierra los ojos, verás la gran sorpresa que te espera.
Como si de un milagro se tratase Martín se levantó de la cama y sus píes descalzos que apenas podían  caminar, se subieron al rellano
de la ventana, la abrió y cerró los ojos. La luna alargo unos brazos relucientes y cogió a Martín en sus brazos, le apretó con ternura y le transmitió un calor intenso, pero al mismo tiempo muy agradable.
A la mañana siguiente los padres de Martín abrieron la puerta de su habitación, y le encontraron saltando en la cama loco de contento y completamente recuperado, sus padres llenos de asombro llamaron al medico para saber lo que le ocurría, pero éste se encogió de hombros y dijo:
— Misterios de la ciencia, el niño está totalmente recuperado!
Entonces Martín dijo sonriendo:
— Me ha curado mi amiga luna, para que siga mirándola por la ventana, y las noches que esté dormida, ya no estaré triste, porque los buenos amigos al final  siempre se buscan para estar un ratito juntos.

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