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José abrió los ojos y miró al reloj. Eran las cinco de la mañana. «Ya es hora», — pensó y se levantó de la cama. Todos dormían.

José salió al balcón y vio que Daniel ya estaba abajo. Era una tranquila madrugada de verano, todavía hacía fresquito, pero los primeros rayos de sol prometían un día caluroso. A pesar de esto, José se puso un abrigo y un sombrero. Tenía unos guantes en el bolsillo. Parecía un espía de las novelas policíacas. Bajó rápidamente la escalera y se subió al descapotable de Daniel.

— ¿Está listo todo? — preguntó José.
— Sí, — contestó Daniel y le mostró la pala que llevaba en el asiento trasero.
— Muy bien, entonces vamos. Tenemos que darnos prisa, — añadió José.

El coche arrancó y se fue a gran velocidad, dejando un rastro de ruedas en el suelo.

Después de un largo viaje que duró cinco horas ante los amigos se abrió un paisaje increíble. Estaban en medio de las montañas rocosas que eran tan altas que parecía que tocaban el cielo. Delante de ellos había un mar de nieve. El panorama era igual que en la postal que José tenía en la mano derecha. Debajo de la foto ponía «Glaciar del Aneto en los Pirineos».

Daniel abrió el maletero y sacó un cajón plástico. Era un congelador portátil en el que solía llevar cerveza fría a la playa. José se puso los guantes, sacó la pala del coche y empezó a llenar el congelador con la nieve. Mientras lo hacía, Daniel encontró una flor blanca debajo de un arbusto. Le pareció muy bonita y la recogió. Cuando el congelador estaba lleno, lo cerraron y lo pusieron otra vez en el maletero. Unos minutos después los chicos ya estaban en el camino de vuelta a su ciudad. José estaba especialmente emocionado y esperaba con impaciencia la llegada de la tarde.

Cuando regresaron a la ciudad ya eran las cuatro de la tarde. Estaban cansados y tenían mucho sueño. Pero no fueron a sus casas sino a la casa de Ana que vivía en el mismo barrio que José.

Cuando sonó el timbre Ana abrió la puerta. No pudo creer lo que veía. Delante de ella había un muñeco de nieve que en una mano tenía la flor blanca. Estuvo un rato con la boca abierta admirando esa figura de nieve. Era tan sorprendente verla en España y sobre todo en verano que no sabía que decir. De repente aparecieron José y Daniel gritando al unísono — ¡Feliz cumpleaños!

— ¡Qué sorpresa! ¡Qué preciosidad! — dijo Ana sin apartar la mirada del muñeco de nieve — ¡Es uno de los mejores regalos en mi vida!

— Bueno, — contestó José, — Cuando nos dijiste que te encantaba la nieve pensamos que era una buena idea traerte un poquito. Pero eso no es todo.

Con esas palabras José cogió un puñado de nieve, hizo una bola y la tiró a Ana.

— ¿Te acuerdas que cuando esquiábamos en febrero, me tiraste una bolita de nieve en la cara?, — le preguntó José a Ana, — Pues te prometí que iba a vengar en un momento más inesperado.

— De vosotros se puede esperar cualquier cosa, — se reía Ana y les tiró bolitas de nieve a los dos.

Empezó una auténtica batalla de nieve que duró hasta destruír completamente el muñeco. Mojados y alegres los chicos entraron en el piso.

— ¿Vosotros sabéis que mi padre es policía? — preguntó Ana de pronto.
— Sí, — respondieron los chicos, — Pero ¿por qué?
— Pues es que la recogida de estas flores blancas está prohibida. Esta planta se llama «flor de nieve» o «edelweiss» y está en peligro de extinción. Si mi papá se entera de que la cortasteis, os pega un tiro.

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